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El “Diálogo Social” debería aspirar a mucho más que una foto

El “Diálogo Social” debería aspirar a mucho más que una foto

Este Gobierno está mucho más preocupado por defender sus propios intereses políticos, que por solucionar los graves problemas que nos agobian hoy a los ciudadanos. Le obsesiona controlar a la opinión pública, que la gente no perciba la verdadera gravedad de los problemas o que, si lo hace, eche la culpa a otros. Busca afanosamente el aislamiento del principal partido de la oposición, intentando mostrar que tiene a su lado al resto de los partidos (aunque sean separatistas), a los sindicatos e incluso a las propias organizaciones empresariales. Con este fin, aparenta el logro de consensos en gran medida artificiales, logrados mediante la generosa inyección del dinero de todos los españoles. Por ambos motivos, el Presidente quería irse de vacaciones llevándose una foto con sindicatos y empresarios que le sirviese de aval, transmitiendo la señal de que todos (menos el malvado PP) están con él y de que no es posible hacer más de lo que se está haciendo para combatir la crisis.

Como el objetivo era la propia foto y no los motivos que la hiciesen posible, la negociación (el llamado “diálogo social”) se había planteado de manera poco ambiciosa. Numerosas “líneas rojas” y un limitado “perímetro” debían facilitar que se acordase algo, aunque fuese poco importante para el conjunto de la sociedad. En esencia, se trataba de poner, una vez más, el dinero de todos encima de la mesa para contentar un poquito a unos y otros. A los sindicatos se les concedería el alargamiento de la duración de las prestaciones por desempleo. A las organizaciones empresariales, una mínima reducción de las cotizaciones a la Seguridad Social. Ambas medidas son convenientes, e incluso deberían haberse intensificado. Eso sí, siendo transparentes respecto a su coste y a cómo se le va a hacer frente. Financiarlas de manera permanente, en vez de echando una vez más mano del recurso temporal al ya gigantesco déficit público, requeriría probablemente una subida del IVA.

La negociación, así planteada, dejaba fuera aspectos esenciales que deberían abordarse de forma urgente. Entre ellos, el tema tabú para este Gobierno de las modalidades de contratación. La dualidad que hoy existe en el mercado de trabajo español, entre unos trabajadores indefinidos con altos costes de despido y otros temporales con costes de despido prácticamente nulos, es altamente disfuncional. Fue ya un problema en los años de crecimiento económico, en los que provocó que casi todo el nuevo empleo creado fuese temporal. Una relación laboral tan precaria desincentiva que las empresas se ocupen de formar a los trabajadores, lo que es una de las raíces de la baja productividad de nuestra economía. Los problemas son más graves aún en esta etapa de crisis económica. Los nuevos parados son, en su inmensa mayor parte, trabajadores temporales. Esto quiere decir que los grupos sociales más débiles, como los jóvenes, se ven particularmente afectados, mientras otro tipo de trabajadores (varones, de mediana edad…) lo están mucho menos. Es, además, una de las razones de que la tasa de paro en España duplique a la del resto de la Unión Europea, cuando hace dos años era casi igual y la caída en la producción ha sido parecida.

Que al Gobierno socialista esto le parezca socialmente justo y una defensa de los derechos sociales no deja de ser curioso. Lo que se está haciendo es permitir que recaiga todo el peso del ajuste sobre los trabajadores más débiles. Instituciones nacionales e internacionales, como el Banco de España, el FMI o la OCDE hace años que vienen señalando el problema y explicando sus consecuencias. Como es sabido, el propio Miguel Ángel Fernández Ordóñez, el gobernador del Banco de España nombrado por el Gobierno y de conocida trayectoria socialista, ha asumido un destacado papel llamando la atención sobre el problema. No se trata, por tanto, de algo inventado por enloquecidos reaccionarios, sino de un problema real que debe solucionarse cuanto antes.

Reducir la dualidad, de forma que los empresarios al contratar o despedir no se enfrenten a una disyuntiva tan drástica, puede hacerse de diferentes maneras. No implica necesariamente, ni es lo deseable, convertir a todos los trabajadores en temporales. Puede asimismo lograrse creando nuevas modalidades de empleo indefinido con menores indemnizaciones por despido, e intentando limitar la utilización de los contratos temporales a aquellas tareas que dentro de la empresa tengan una naturaleza no permanente. Por otro lado, tanto la indemnización que un trabajador recibe al ser despedido como las prestaciones que recibe una vez parado forman parte de la protección por desempleo en sentido amplio. Podría, por lo tanto, haberse ligado una disminución de las indemnizaciones a un alargamiento y/o incremento de las prestaciones.

El Gobierno ha preferido mantener todas estas cuestiones al margen de la discusión, así como otras importantes: el mejorar el deficiente funcionamiento del Servicio Público de Empleo, el acercar la negociación colectiva al ámbito de las empresas o la necesidad de no exigir subidas salariales en plena crisis cuando los precios están cayendo.

Incluso esta agenda ampliada, que incluyese las modalidades de contratación, sería insuficiente para las necesidades actuales de la economía española. Los temas salariales, contractuales, del mercado de trabajo… son los más propios de la negociación entre sindicatos y organizaciones empresariales. Pero lo que nuestra economía necesita es un gran Pacto por la Competitividad. Recuperarla, ahora que no podemos devaluar nuestra moneda, depende no sólo, ni principalmente, de moderar los salarios (aunque eso pueda ayudar a corto plazo). Depende de emprender las reformas estructurales en el sistema educativo, el sistema de innovación, la energía, la Justicia y en tantos otros ámbitos que se requieren. Para ello, “el diálogo social” no es el ámbito más adecuado. Los allí reunidos tienen una representatividad limitada. Existen otros ámbitos más legítimos para asumir la representatividad del conjunto de la sociedad. Por ello, el Pacto por la Competitividad debería diseñarse entre los partidos políticos con representación parlamentaria, además de sindicatos y patronal. En resumen, es necesario un Pacto de contenido más amplio y que cuente con un respaldo más amplio.

Si el Pacto que se propone no fuese posible, conviene recordar la perogrullada de que el Gobierno tiene la obligación de gobernar, es decir, de tomar las medidas más convenientes para el conjunto de la sociedad. El consenso sería preferible, pero si no se logra el Gobierno no puede escudarse en ese fracaso para practicar la inacción. Ha de cumplir sus obligaciones, incluyendo las que resulten impopulares a corto plazo y puedan ser electoralmente costosas. Es él quien está al servicio de la sociedad, y no al revés.

En cualquier caso con el Gobierno actual realizar este tipo de propuestas, ancladas en el más elemental sentido común, se acaba convirtiendo en un ejercicio que conduce a la melancolía. Las esperanzas de que alguna vez se escuchen son mínimas. Cada vez parece más claro que la estrategia gubernamental se centra únicamente en ganar tiempo, aprovechando el bajo nivel de deuda pública que existía antes de la crisis. Su enfoque consiste en decir que hay dinero para todo y para todos, para el sector financiero, el de la construcción, el del automóvil y ahora el turístico; para las comunidades autónomas, los parados y pronto los jubilados; para reducir 400 euros el IRPF a todos o para levantar todas las aceras de España. Tal enfoque no tiene mucho recorrido. No sólo debe preocuparnos el que se haya dilapidado el margen de actuación disponible en proyectos propagandísticos, que no van a mejorar la competitividad de nuestra economía. Es que, además, el déficit público está ya en el entorno del 10% del PIB y las máquinas de emitir deuda pública deben de estar echando humo. Pero toda esta deuda habrá que repagarla, con los correspondientes intereses. Y sólo podrá seguir emitiéndose mientras se encuentre un comprador. Al ritmo actual, no está tan distante el momento en que se empezarán a encontrar dificultades para colocar la deuda pública española, por lo que habrá que pagar tipos de interés más altos y se la irá recalificando como menos fiable. En casos extremos, puede llegarse a escenarios en los que no se pueda vender o en los que no se pueda hacer frente a las obligaciones contraídas. Parecen escenarios propios de países como la Argentina del pasado o el peronismo. Lo malo es que también son de ese corte las políticas que se están aplicando en nuestro país. Como las mismas causas producen los mismos efectos, recordemos que a principios del siglo XX Argentina era uno de los países más prósperos del mundo. Un enfoque alternativo, más sensato y que iría en la línea de lo que se ha hecho en España desde la Transición, sería reconocer que si el tamaño de la tarta se ha reducido, no todos los comensales pueden tener pedazos iguales o mayores que antes. Lo único que puede hacerse es que las pérdidas se repartan de forma justa y que incentive la recuperación del crecimiento sobre bases más sostenibles. ¿Alguien sabe de alguna medida impopular que haya tomado este Gobierno?

Álvaro Anchuelo

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