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¿Qué reforma laboral?

¿Qué reforma laboral?

Hoy en día, parece que no eres nadie en España si no llevas una propuesta de reforma laboral en el bolsillo.

Como no me han pedido apoyo para ninguna de las muchas plataformas que compiten al respecto, me veo obligado a lanzar mi propio manifiesto mediante esta columna y a pedir firmas de apoyo.

Hace tiempo que superé el lenguaje binario que sólo es capaz de ordenar el conocimiento en forma de sí o no. Ya sé que la utilización del 0 y del 1 ha sido decisiva para el impulso a la informática digital. Pero creo que, a pesar de algunas evidencias en contra, la mente humana funciona de otra manera, sobre todo a la hora de captar la complejidad. Por tanto, estar a favor o en contra de una reforma laboral, sin más, me parece incomprensible. Sobre todo, después de constatar que en las últimas décadas hemos realizado varias reformas laborales, algunas incluso pactadas entre los interlocutores sociales a pesar de incluir nuevas formas de contratación con un despido más barato, con un resultado claramente positivo, hasta ahora.

Plantear, pues, a palo seco, estar a favor o en contra, me parece un reduccionismo inaceptable. Tendremos que ver en qué consiste cada propuesta en concreto, cómo afectan a los agentes en juego y a la correlación de fuerzas entre ellos porque, como en todo mercado, en el laboral hay, al menos, dos partes en litigio, y las normas deben regular el conflicto intentando equilibrarlo con los intereses generales del país, lo que exige no decantarse de forma total a favor de ninguna de las partes.

Se podría aducir que en nuestro mercado laboral existe lo que los economistas llaman un óptimo de Pareto, es decir, una situación en la que cualquier cambio sólo puede reducir el bienestar de algunos sin que la mejora experimentada por los otros compense. Dicho de otra manera, con independencia de cómo sea su funcionamiento, cualquier reforma sólo podría empeorar la situación global actual y, por tanto, es mejor no hacer nada.

Creo que será difícil encontrar alguien en nuestro país que defienda esta tesis, ya que nuestro mercado laboral está afectado, al menos, por seis fracturas importantes que me niego a aceptar que no puedan mejorarse mediante reformas entre empleados y parados, fijos y temporales, hombres y mujeres, nacionales e inmigrantes, jóvenes y viejos, cualificados y no cualificados.

Decía esta semana el presidente del Gobierno que no aceptaría ninguna reforma laboral que rebajara el coste del despido o significara recortes de derechos sociales. De acuerdo. Lo comparto. Pero ¿aceptaría una que tratara del otro 80% de problemas existentes?

Ninguna reforma laboral nos va a sacar de esta crisis económica. La contratación de trabajadores depende de que exista demanda en el mercado para los bienes y servicios producidos por las empresas, por lo que ningún despido a coste cero facilitaría acabar con el paro mientras la economía esté en recesión. Hablamos, por tanto, de prepararnos para cuando la economía vuelva a generar empleo. ¿Cómo pueden las reglas que regulan el mercado laboral favorecer en cantidad y calidad el empleo generado por el crecimiento económico? Ésa es la pregunta a la que tenemos que dar respuesta ahora, a la luz de la experiencia del tremendo desempleo diferencial con que hemos reaccionado aquí ante las serias dificultades de la economía mundial.

Mejorar el derecho al empleo, es decir, a que el despido no sea casi la única respuesta posible por parte de una empresa ante dificultades prolongadas; el derecho a un trabajo estable, para lo que hay que reducir la elevada temporalidad, desarrollar el trabajo a tiempo parcial y la figura de fijos discontinuos; el derecho a recibir una retribución acorde con nuestra productividad y las posibilidades concretas de la empresa y no del sector; el derecho a recibir formación continuada en la empresa o el derecho a adaptar, en la medida de lo posible, el horario laboral a las posibilidades del puesto de trabajo y a las necesidades de conciliación de la vida personal y laboral, son ensanchamiento de los derechos laborales que incrementarían la capacidad de respuesta positiva por parte de las empresas ante las fluctuaciones de la economía y que exigen una reforma del funcionamiento laboral actual.

Veo difícil avanzar hacia un nuevo modelo de crecimiento económico, basado mucho más en el talento que hasta ahora, con las reglas presentes en nuestro mercado de trabajo. Dicho de otra manera: si nos tomamos en serio una ley de crecimiento sostenible que oriente el grueso de la actividad productiva en la dirección de incorporar mayor valor añadido que hasta la fecha, el tipo de trabajo y de relación laboral que necesita una tal economía, será muy distinto de lo que tenemos ahora.

Diría más, los cambios necesarios deben ir en la dirección de incrementar los derechos de los trabajadores, incluyendo su derecho a una mayor flexibilidad interna, estabilidad laboral y protección ante el desempleo, sin que ello signifique mayores costes empresariales. La estructura de costes laborales no salariales debe, por tanto, revisarse con profundidad incorporando los conceptos comunitarios de flexiseguridad que se resumen en estabilidad en el trabajo y en los ingresos, pero no necesariamente en el puesto y en las condiciones de trabajo concretas.

Resulta difícil, por ejemplo, convertir a la I+D+i en fuerza productiva estratégica de las empresas y la sociedad mientras se mantiene a la inmensa mayoría de investigadores como becarios, con contratos precarios y mal pagados. Es incomprensible que no se predique con el ejemplo desde la principal empresa del país que es la Administración Pública, aplicando, por ejemplo, las condiciones del teletrabajo que se pactaron con los sindicatos siguiendo las directrices europeas y de las grandes empresas privadas pioneras en el uso de las nuevas tecnologías.

Otro modelo de crecimiento debe llevar aparejado otro modelo de relaciones laborales. Con más derechos, el mismo coste del despido pero mucha más flexibilidad interna, que permita adaptarse sin rupturas a los nuevos requerimientos productivos y de sociedad.

Jordi Sevilla
El Mundo

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