Recortes sociales, más fáciles en tiempos de crisis
Antes de caer en un frenesí reformador, no se debiera olvidar el significado simbólico que el sistema de reparto tiene en España, sinónimo de solidaridad intergeneracional vinculada a la reinstauración democrática.
Aunque todavía a gran distancia de la mayoría de nuestros socios europeos, tomado en su conjunto, el Estado de bienestar español se ha expandido. Sin embargo, a veces, nuestros Gobiernos han adoptado decisiones de recorte del sistema. Como la protección social goza de un fuerte apoyo ciudadano, en general, estos recortes se han producido mediante una estrategia poco visible, de tipo incremental, consistente en pequeñas reformas graduales. Aun así, en algunas ocasiones, los Gobiernos han intentado recortes radicales, más sustanciales.
Mientras que la situación socioeconómica no parece haber sido un factor especialmente relevante en las reformas expansivas ni en las reducciones incrementales, sí se ha revelado como un elemento decisivo para que un Gobierno se decida a recortar en lo social. La crisis económica ha sido una precondición necesaria en los casos de recorte radical. Con crisis, incluso un Gobierno ubicado a la izquierda ideológica se atrevió a recortar las pensiones en 1985 y la protección por desempleo en 1992 mediante lo que se denominó el decretazo. En contraste, otros factores que aparentemente parecen muy relevantes para predecir una disminución del Estado de bienestar, como el que el Ejecutivo esté en manos de la derecha o el que se cuente con mayoría absoluta en el Parlamento, se han demostrado insuficientes en tiempos de bonanza. A pesar de su empecinamiento inicial, el PP, asustado por las consecuencias electorales que podría sufrir, aun con una amplia mayoría parlamentaria que le hubiese permitido hacer cualquier cosa, optó por retirar su decretazo en 2002. Como afirmaba un responsable público de la época, "lo que pasa es que, en tiempo de vacas gordas, pues bueno, realmente, casi todo se puede aplazar, ¿no?".
Con crisis, incluso con una opinión pública en contra, los Gobiernos decidieron adelgazar el sistema. No es que no estuvieran inquietos por las consecuencias electorales, pero también fueron conscientes de que el castigo sería mucho peor si, como resultado de no-hacer-nada, la situación empeoraba aún más. La crisis les colocaba ante una sola salida: lanzar una reforma impopular y elaborar un argumentario creíble para evitar ser culpabilizados en las urnas.
No es casualidad pues que con la crisis se proponga reformar las pensiones. La cuestión es saber en qué medida es necesario el cambio y, sobre todo, con cuánta profundidad hay que realizarlo. Si se hubiesen atendido con excesiva congoja las recomendaciones que al hilo de las negras previsiones sobre las pensiones se realizaron en los años noventa, el sistema se hubiese recortado radicalmente hace ya tiempo.
Los hechos han demostrado después que la necesidad no era tan acuciante como se decía, en parte por la llegada de los inmigrantes, y que las continúas pequeñas reformas han ido haciendo viable el sistema. Porque, a pesar de lo que algunos quieren dar a entender, reformas sí se han hecho. Y al menos hasta hace un año, creíamos que su ritmo y ambición estaban siendo suficientes para ir garantizando un sistema como el que se supone que queremos (véase el Pacto de Toledo).
No es que no debamos atender las nuevas previsiones pero las crisis son malas consejeras a no ser que lo que se esté proponiendo realmente es aprovechar el momento para hacer un cambio profundo. Antes de caer en un frenesí reformador, no se debiera olvidar el significado simbólico que el sistema de reparto tiene en España, sinónimo de solidaridad intergeneracional vinculada a la reinstauración democrática, ni el hecho cierto de que la política de pensiones desempeña un papel básico en el combate contra la pobreza en la vejez y en el sostenimiento de muchos hogares en estos tiempos duros, donde la pensión del abuelo se estira para toda familia.
Eloísa del Pino. Científica titular del CSIC
Cinco Dias
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