Qué hacer con la Seguridad Social
En la mañana, del pasado miércoles 15 de abril fui convocado por la Comisión del Pacto de Toledo en el Congreso de los Diputados para que, en sesión pública, expusiera mi opinión sobre el actual sistema de pensiones y su posible reforma, cosa que hice mediante una intervención seguida de coloquio con los portavoces del PSOE y del PP. Insistí al principio de mi exposición en que mis opiniones eran las de un economista, profesor universitario de Hacienda Pública, y que no representaban más que las ideas de quien las formulaba, aunque coincidirían probablemente con las de otros muchos profesionales.
Vaya por delante, y así lo expuse ante la Comisión, que valoro muy alto los positivos efectos que ha tenido el Pacto de Toledo desde su formulación en 1996. Recordé que, a partir de 1997, la Seguridad Social, antes en déficit, había tenido superávits en sus cuentas, sin duda apoyada en la creciente prosperidad de la economía española, pero ayudada también por las medidas que se implementaron en cumplimiento de ese importante Pacto.Mi valoración global de la actual Seguridad Social es la de que resultará sostenible a largo plazo siempre que se introduzcan algunas importantes reformas en su financiación. Sin esas reformas, el sistema terminará planteando serios problemas de sostenibilidad e, incluso, aumentará notablemente las ineficiencias que genera en la economía española. Partiendo, pues, de tales criterios -valoración muy positiva del Pacto y necesidad de importantes cambios en el sistema de pensiones- concentré mi exposición en tres núcleos básicos de reforma. El primero, relativo a la actual financiación mediante cotizaciones sociales; el segundo, referente a la edad legal de jubilación y, el tercero, respecto al sistema complementario de pensiones.
En cuanto a la financiación, no cabe duda de que continúa siendo válido el principio adoptado en 1996 de que las pensiones en el régimen general deberían responder a un criterio contributivo y a un principio de relativa equivalencia entre cotizaciones y prestaciones, lo que justifica la existencia de un sistema independiente de aportaciones -las cotizaciones sociales- cuyas bases sirven, a su vez, para definir las prestaciones. Pero nuestras cotizaciones son relativamente más elevadas que las de los países más importantes de Europa ya que suponen el 35,1% de nuestros ingresos públicos frente al 30,9% del total de esos ingresos en la Europa de los 15. En 2008 fueron superiores en un 34% a nuestros impuestos sobre la renta y el patrimonio y en un 65% a la recaudación del IVA. Todo eso significa mayores costes relativos por este concepto de la mano de obra en España que en Europa y una mayor distorsión de origen fiscal sobre nuestras exportaciones, porque las cotizaciones no se devuelven a los exportadores mientras que sí se devuelve o se exenciona la fiscalidad indirecta.
Por otra parte, las cotizaciones sociales en España responden a un estilo impositivo muy rudimentario, pues se recaudan mediante bases tarifadas que en el régimen general se limitan de hecho a solo tres escalones referidos a categorías laborales o profesionales y no a niveles de ingreso. El tipo de gravamen sobre esas bases tarifadas es, además, muy alto para un impuesto de esta naturaleza -se sitúa en el entorno del 30%- por lo que genera esas importantes distorsiones en el empleo y en las exportaciones. Por eso creo que deberían reducirse tales tipos, pero al mismo tiempo también deberían cambiarse las bases de cotización ampliando su número y ajustándolas más a las categorías de ingresos y no a las laborales.Esas reformas deberían conducir, en todo caso, a un menor peso relativo de las cotizaciones sociales, pues sólo así se evitarían las ya citadas distorsiones. Pero también exigirían de un cierto apoyo estatal a la financiación del régimen general de pensiones para compensar esa reducción y aunque ese apoyo relajase algo el principio de equivalencia, que hoy tampoco se cumple rigurosamente al no corresponderse la pensión percibida con las cotizaciones abonadas a lo largo de toda la vida laboral. De ahí que ese apoyo estatal debiera relacionarse con la vida laboral no computada para la prestación y financiarse mediante ahorros en el gasto público corriente o, en último extremo, aumentando el IVA, impuesto en el que estamos en tipos de gravamen cuatro puntos por debajo de la media de la Europa de los 15.
La forma de computar el periodo de cotización para establecer la pensión también tendría que cambiarse. Lo ideal sería computar las cotizaciones satisfechas a lo largo de toda la vida laboral para cumplir con la equivalencia, pero como eso podría discriminar contra los que han estado en desempleo temporal o entran más tarde al mercado laboral por razones de formación, quizás el límite de cómputo debería tener en cuenta estas circunstancias y limitarse inicialmente a solo unos 20 o 25 años, frente a los 15 actuales.
En cuanto a la edad legal de jubilación, establecida hoy en los 65 años, su reforma debería tener en cuenta dos importantes circunstancias.La primera, el creciente aumento de la esperanza de vida que, si en 1975 era aproximadamente de 73 años, hoy se eleva ya casi a 82. Eso implica que la vida que hay que pensionar ha aumentado en unos 9 años desde entonces y aumentará aún más en el futuro, representando una carga muy considerable para el equilibrio de la Seguridad Social. La segunda, que los análisis demográficos del Instituto Nacional de Estadística señalan que mientras los activos potenciales -las personas situadas entre los 18 y los 65 años de edad- representarán en 2010 casi el 65% de la población frente a un 16% de potenciales pensionistas, disminuirán hasta menos del 54% en 2050 para un 30% de población pensionista. Eso viene a suponer casi un 11% menos de cotizantes frente a un 14% más de beneficiarios. Combinando esas dos circunstancias -vida pensionable y población potencialmente activa frente a pensionistas- resulta evidente que la salida para preservar a largo plazo el equilibrio del sistema tiene que ser la de aumentar gradualmente la edad legal de jubilación, quizás hasta los 70 años, lo que no parece incompatible con las condiciones actuales de salud y capacidad de la mayoría de la población española y menos lo parecerá respecto a las esperadas en un futuro próximo.
Por lo que se refiere al sistema complementario de la Seguridad Social -es decir, al sistema de planes de pensiones privados- hice constar que no puedo entender el por qué del fuerte e inmerecido ataque que recibió en la reforma Solbes-Zapatero del IRPF (2006).Vayan por delante dos importantes argumentos en defensa de este sistema. Primero, que hoy ya, y más aún en el futuro, el sistema público sólo puede soportar tasas de sustitución entre pensión y salario apreciablemente inferiores al 100%, por lo que debería seguir existiendo un sistema complementario para quienes deseasen disfrutar en su jubilación de ingresos más próximos a sus antiguos salarios. Segundo, que España necesita de un ahorro estable a largo plazo como el que se acumula en los planes privados de pensiones, ya sean de empresas o particulares, al menos para compensar en parte nuestras cuantiosas demandas de financiación exterior.
A esas dos importantes razones hay que añadir otra más: que el estímulo fiscal a los planes privados de pensiones se limita siempre a un mero diferimiento del impuesto y no a una exención completa del mismo. Por si fuera poco, la reforma del IRPF del 2006 agravó aún más la situación de los planes privados al considerar toda la prestación complementaria percibida como rendimiento del trabajo -sometidos a una escala de gravamen que empieza en el 24 y termina en el 43%- sin distinguir que una parte sustancial de esa prestación se debe a la acumulación de rendimientos de capital mobiliario (intereses, dividendos y ganancias patrimoniales), sometidos en tan progresista reforma impositiva al tipo del 18%.Cambiar ese injusto y desfavorable tratamiento fiscal de los planes privados de pensiones debería constituir también una parte sustancial de la reforma de nuestra Seguridad Social, que no perdería nada, sino que ganaría mucho, incentivando esos planes privados por lo que podrían significar respecto a la tasa de ahorro de nuestro país, especialmente los empresariales e, incluso, los del sector público para sus funcionarios.
Una última observación que hice ante la Comisión del Pacto de Toledo resulta bien comprensible a la vista del comportamiento actual de los mercados de valores. Es la de que no creo en la capitalización pura para los sistemas públicos de pensiones básicas, aunque algunos puedan comparar injustamente los sistemas de reparto como el de nuestra Seguridad Social con los esquemas piramidales de inversión con que periódicamente suelen ser estafados tantos ingenuos ciudadanos. Su diferencia, sin embargo, es bien clara.En los sistemas piramidales nadie responde del pago final y en el sistema público de Seguridad Social siempre existe la garantía final del Estado. Si la financiación del sistema público de pensiones se adapta razonablemente a las nuevas condiciones, esa garantía última que representa el Estado no necesitará ejercitarse en las próximas décadas. Y si la adaptación se hace de forma prudente y graduada, el esfuerzo que habrán de hacer quienes hoy integran la población activa resultará también perfectamente soportable.
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